EL PRECIO DE LAS COSAS (Segunda parte)

Millones de personas trabajan en condiciones análogas a la esclavitud para engrasar la máquina del consumo y el incesante proceso de acumulación de capital que requiere el sistema. 

Texto: Nazaret Castro y Laura Villadiego. Ilustraciones: Teresa Císcar.

Otro caso aberrante es el sandblasting, el procedimiento mediante el cual se destiñen los jeans, como manda la moda cada temporada. El trabajador debe aplicar sobre la prenda, con una especie de pistola, cristales de sílice muy tóxicos que le pueden producir silicosis, la enfermedad de los mineros, en un corto espacio de tiempo. Existen otras técnicas para desgastar vaqueros que no amenazan la salud de los trabajadores, pero no son tan baratas, por lo que se sigue utilizando el sandblasting en la producción de buena parte de los 5.000 millones de pantalones vaqueros que se destiñen cada año principalmente en Bangladesh, India y norte de África.

Por su parte, en aquellos rincones del mundo donde la legislación laboral implica costes demasiado elevados, los olvidados de la tierra son los esclavos, esta vez, ilegales. A menudo son inmigrantes sin papeles, el eslabón más débil de la cadena. Así, en São Paulo, la ciudad más rica de Brasil y de toda la región latinoamericana, los bolivianos se han convertido en carne de cañón para los talleres clandestinos que proveen a las grandes marcas.

Hace unos años, saltó el escándalo a las portadas de los diarios brasileños cuando se descubrió que proveedores de Zara utilizaban trabajadores bolivianos, incluidos menores de edad, en condiciones análogas a la esclavitud. Cuando la prensa fue detallando la insalubridad de los talleres y los precios inverosímiles a los que se les pagaba cada prenda, los consumidores se mostraron airados. El Gobierno brasileño amenazó con incluir a Zara en la lista negra de empleadores de mano de obra esclava, que cuenta con 250 empresas, y terminó acordando con Inditex una multa de 3,4 millones de reales (1,4 millones de euros), muy por debajo de lo inicialmente solicitado.

Kreisler, de Ropa Limpia, afirma que Brasil tenía entonces uno de los gobiernos más activos en la erradicación del trabajo esclavo; aunque el periodista brasileño Leonardo Sakamoto advierte de que la actuación gubernamental es “contradictoria e insuficiente”: persigue a los explotadores, pero sigue promoviendo una economía del latifundio y la exportación que favorece estructuralmente la explotación. Las raíces del problema no se combaten.

“La tercerización es el mecanismo clásico para derivar los riesgos”, sostiene Daniel Santini, de la ONG Repórter Brasil. “La firma dice que su proveedor subcontrató sin su autorización, y así se cubre las espaldas”, aclara Kreisler. Ropa Limpia insiste en que las empresas deben asegurar el control de toda la cadena productiva y, de hecho, así lo recoge el código de conducta de Inditex, que trabaja con unos 1.500 proveedores. En la práctica, cuando saltó el escándalo de São Paulo, la empresa textil argumentó que desconocía el proceder de estos proveedores.

Otro ‘coladero’ para el sabotaje a los derechos laborales es el trabajo a domicilio: en 2006, un semanario portugués denunció que un proveedor de Inditex utilizaba trabajo infantil en sus viviendas en el municipio portugués de Felgueras. Porque los abusos no se limitan al ‘tercer mundo’: la propia Inditex ha sido denunciada por trabajadores subcontratados en la propia sede de la compañía en Arteixo (Galicia) para descargar mercancía de forma no mecanizada con jornadas de hasta 16 horas seguidas y sin convenio.

FRUTO DEL CAPITALISMO

Para Sakamoto, el trabajo esclavo “no es enfermedad, sino síntoma del sistema. Estas nuevas formas de esclavitud no son un resquicio de prácticas arcaicas que sobrevivieron a la introducción del capitalismo, sino un instrumento del sistema para favorecer la acumulación del capital en su interminable proceso de expansión”, sostiene.

“La sobreexplotación del trabajo, cuya forma más cruel y extrema es la esclavitud, se utiliza deliberadamente en determinadas regiones como parte integrante e instrumento del capital”, escribe el periodista en un artículo titulado Trabajo esclavo contemporáneo, fruto del capitalismo. La ONG Anti-Slavery International calcula que hay unos 27 millones de esclavos en la actualidad y que unos 246 millones de niños están sometidos a algún tipo de explotación laboral.

Comprometido con esta lacra, Sakamoto fundó la ONG Repórter Brasil, especializada en noticiar y prevenir una forma moderna de esclavitud que puede llegar a ser “mucho más brutal que la esclavitud colonial que tan bien conocemos en Brasil”, como explica Daniel Santini en la sede de la organización, en São Paulo. “El trabajador es completamente descartable, es gratis, luego no hay una preocupación por mantenerlo. Existen enormes bolsas de miseria, hay un gran excedente de mano de obra. Así, nos encontramos casos de trabajadores grabados a hierro, como el ganado, o aislados sin agua, obligados a beber de un pozo infectado. Historias que ponen los vellos de punta, a veces en proyectos de enormes presupuestos”, relata Santini.

Historias como las que se repiten en los cañaverales del Nordeste brasileño o del rico São Paulo, donde los cortadores de caña de azúcar llegan a cobrar 600 reales, un salario de miseria, si hacen agotadoras jornadas, pues les pagan según el peso recogido. Cortar caña está considerado como uno de los trabajos más duros que existen; algunos obreros toman crack o marihuana para afrontar sus jornadas. A medio plazo, muchos sufren accidentes cerebrales, cáncer de piel o desequilibrio en los indicadores de orina. Poco importa que la productividad del sector se haya multiplicado por dos en un par de décadas; la mano de obra sigue abaratándose, con precios de saldo que desincentivan a la patronal a realizar una mecanización del sector anunciada desde los años 70.

Tampoco importa que, según un estudio realizado en 2011 en las maquilas mexicanas (talleres de textil), doblar el salario a los trabajadores de base supondría un incremento de 50 céntimos en los costes de producción de una camiseta vendida por 32 dólares, es decir, un 1,6% del precio final. Incluso marcas de lujo, que venden bolsos por miles de euros, optan por ahorrarse unos céntimos que le esquilman al trabajador en cada pieza. “No son casos aislados: así funciona la industria textil a nivel mundial”, sostiene Kreisler.

La búsqueda de soluciones

La mayor parte de las firmas han suscrito convenios internacionales y poseen su propio código de conducta para evitar los abusos laborales, pero en la práctica es difícil verificar si lo cumplen y, sobre todo, si lo siguen sus proveedores, que son los que producen la mayor parte de la mercancía. En tales condiciones, “la ausencia de un organismo internacional con capacidad sancionadora que controle el cumplimiento de los convenios ha dejado el control en el terreno de la voluntariedad”, sostiene el informe Pasen por caja, de Setem/Ropa Limpia. Esto es, las empresas terminan autorregulándose voluntariamente. Así lo resume Eva Kreisler: “Más legislación y menos responsabilidad social corporativa”.

Con todo, algunas evidencias demuestran que esa nueva moda de la responsabilidad social corporativa (RSC) ha tenido algunos efectos positivos. Es el caso del gigante Apple y su ensamblador de origen taiwanés Foxconn. La chispa saltó en 2010 cuando 16 empleados de Foxconn, que tiene sus fábricas en China continental, se suicidaron y otros tres lo intentaron sin éxito. Preocupados por la polémica, el fabricante del popular iPhone ha contratado a la Fair Labor Association para controlar las condiciones laborales en la subcontrata y ha anunciado un aumento de los salarios y de la plantilla.

Pero la cadena no termina en China, ya que Foxconn sigue extrayendo coltán en la República Democrática del Congo, a pesar de las deplorables prácticas que se han certificado en la extracción de este raro metal. La firma textil Gap, por su parte, dejó de producir en Uzbequistán tras los escándalos que saltaron a la prensa por la utilización de mano de obra esclava.

Activismo como presión

La respuesta de la firma siempre llega a remolque de la presión de los consumidores y, por tanto, del riesgo de que la imagen de marca resulte perjudicada. Las campañas contra ciertas empresas, hoy amplificadas fácilmente gracias a las redes sociales, y el boicot acostumbran a dar buenos resultados, pero la memoria olvida fácil, puesto que ‘lo hacen todos’ y el consumidor acaba confundido sobre cómo responder. Nadie tiene la respuesta.

Eva Kreisler aventura una: “Es más útil hacer algún tipo de activismo para presionar a las empresas que dejar de comprar una u otra marca”. Y sugiere otras alternativas, como las tiendas de segunda mano o el intercambio de objetos. El consumo entendido como un acto político; quizá el más eficaz en tiempos en que los poderes fácticos parecen vernos antes como consumidores que como ciudadanos.

Se trata, en suma, de desenmascarar esa cadena oculta de la que hablaba Annie Leonard, de ir más allá de la retórica del sagrado consumo. Como concluye Daniel Santini: “Es el momento de reflexionar sobre si lo más bonito es usar lo que está de moda o nos paramos a pensar de dónde vienen los productos que consumimos. La crisis, económica y ecológica, es también una esperanza de nuevas creaciones colectivas”. Es hora de mojarse.

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